La geomorfología kárstica configura barrancos y desfiladeros sobre los que habitan sabinares endémicos de relevancia nacional y comunitaria. Entre la fauna destacada se encuentran aves rapaces como el buitre leonado, el alimoche o el águila real entre otras muchas especies. Los bosques dominantes son los sabinares, encinares, rebollares y quejigares. La Sierra del Mencilla sirve de límite imaginario entre los bosques caducifolios típicos del norte y las especies más adaptadas a la sequía del sur, apareciendo aquí comunidades vegetales típicamente mediterráneas.

A la protección que proporcionan las cumbres de la Sierra de la Demanda frente a las precipitaciones y vientos del norte, hay que sumar un cambio en la composición del suelo, mucho más pobre en la vertiente sur, que justifica que especies más resistentes y frugales, de hoja perenne, sean las dominantes del paisaje.

La especie arbórea principal es la sabina – Juniperus thurifera L. (algunas de ellas cuentan con dos mil años de vida) adaptada a la exigencia de esta tierra creando masas de distinta cobertura sobre todo el territorio. Este árbol, de crecimiento extremadamente lento y madera muy apreciada por su dureza, su acción repelente de insectos y también por su aroma, existía ya en el Cretácico según confirman los estudios paleobotánicos.

Los bosques que contemplamos en la actualidad son una pequeña representación de la amplia distribución que en su día tuvieron. Merece la pena perderse en estos bosques entre árboles milenarios bajo decenas de aves rapaces, disfrutando de los cañones, cuevas y desfiladeros que salpican el territorio (incluyendo excursiones a las ruinas monacales, iglesias, ermitas…). Los días de niebla son especialmente misteriosos y fotogénicos.

Son muy pocas las localidades en la provincia que siguen fabricando carbón vegetal la manera tradicional. Parade carbonizar la madera es necesario calentarla a altas temperaturas sin que llegue a arder, lo que se consigue impidiendo la entrada de oxígeno. Según este principio, se construyen los hornos cubriendo los troncos y ramas de encina con paja, hojarasca y tierra, a fin de aislar el interior. Por un hueco que abre el horno por la parte superior se le va alimentando con ascuas y leña. En la parte inferior, unas piedras que se disponen atendiendo al régimen de vientos permiten controlar la circulación del aire para evitar que se ahogue.